Vita Sancti Pauli Primi Eremitae
"Vida de San Pablo Primer Eremita" escrita por San Jerónimo
I. Prólogo
1. Muchos se preguntan todavía cuál fue el monje que por vez primera habitó en el desierto. Algunos, empezando desde muy atrás, ven a Elías y a Juan (el Bautista) como los pioneros. Sin embargo, Elías fue más que monje, y Juan comenzó a profetizar antes de nacer. Otros, que creen sostener la opinión común, afirman que en el origen de esta forma de vida está Antonio, lo cual -en parte- es verdad. Porque, aunque no fue el primero, sin embargo gracias a él todos se sintieron atraídos por este tipo de vida. Pero Amatas y Macario, discípulos de Antonio (de los cuales el primero dió sepultura al cuerpo de su maestro), afirman todavía hoy que el príncipe de esta vida, aunque no le dio su nombre, fue un tal Pablo de Tebas, lo que nosotros también aprobamos. Algunos, llevados por su imaginación, le atribuyen esto o aquello, diciendo que vieron a un hombre en una cueva subterránea, con una cabellera larga hasta los pies, y otras cosas fantásticas más, que sería pérdida de tiempo detallar; son mentiras tan groseras que no hay por qué detenerse a refutarlas. De este modo, como de Antonio nos quedó su memoria escrita con precisión, tanto en latín como en griego, mi propósito es escribir unas pocas cosas acerca de los comienzos y del final de Pablo, más por suplir una necesidad hasta ahora incumplida, que por iniciativa de mi ingenio. Por lo que se refiere a lo medular de su vida, y a las insidias que sufrió de Satanás, nadie tiene conocimiento de ello.
II. La Vida de Pablo
2. Los tiempos de la persecución. Bajo los perseguidores Decio y Valeriano, al tiempo que Cornelio de Roma y Cipriano de Cartago vertieron gozosos su sangre en el martirio, muchas Iglesias en Egipto y Tebaida fueron devastadas por esa cruel tempestad. Los cristianos de aquella época sólo anhelaban una cosa: caer a espada por el nombre de Cristo. Mas el astuto enemigo, buscando lentos suplicios para la muerte, deseaba más matar las almas que los cuerpos. El mismo Cipriano (el cual tuvo que pasar por aquellos tormentos), dice que no permitían matar a los que deseaban morir. Para manifestar mejor tal crueldad, voy a contar dos casos que quedaron en la memoria.
3. Moscas y delicias. Hubo un mártir perseverante en la fe, vencedor entre los tormentos tanto del potro como de las planchas de acero. Viendo esto mandaron untarlo con miel y, atadas las manos atrás, exponerlo al sol más ardiente, para que se rindiese bajo los aguijones de los insectos, el que antes había resistido a las sartenes encendidas. Otro, joven en la flor de su edad, fue llevado a un huerto amenísimo. Allí, en medio de lirios de un blanco deslumbrante y encarnadas rosas entre las cuales serpenteaba un plácido arroyuelo con agradable murmullo de aguas, donde la brisa pasaba suavemente silbando por las hojas de los arbustos y los árboles, lo colocaron sobre un lecho de plumas y, para que no pudiese menearse de un lado ni de otro, lo ataron con unas blandas cuerdas de guirnalda. De este modo, lo dejaron. Habiéndose ido todos, vino una hermosa ramera, y comenzó a excitarlo con suaves caricias en el cuello. Después (tenemos vergüenza incluso de decirlo) comenzó a tocar sus partes íntimas, de modo tal que, excitada la concupiscencia del cuerpo pensaba, con impúdico triunfo, echársele encima. El soldado de Cristo no sabía ya qué hacer ni a dónde volverse y, al que ni los tormentos habían podido vencer, amenazaba derrotarlo el deleite carnal. Finalmente, inspirado de lo alto, el joven se cortó de un mordisco la lengua y la escupió a la que estaba besándolo. Y así dominó con el inmenso dolor, la libidinosa sensación.
4. Un rico huérfano vendido. En aquel tiempo, pues, vivía Pablo en la Tebaida inferior, con su hermana que ya estaba casada; tenía por entonces unos dieciséis años, y después de la muerte de sus dos padres recibió una gran herencia. Era muy instruido tanto en las letras griegas como en las egipcias, manso de carácter y muy amante de Dios. Cuando estalló la tormenta de la persecución, se retiró a una propiedad algo apartada y secreta. Pero, ¿a qué no fuerzas el corazón del hombre, tú, temible hambre de dinero? El marido de su hermana empezó a buscar a aquél a quien debía ocultar. Ni las lágrimas de su mujer, ni el parentesco de la sangre, ni la consideración de que Dios todo lo ve desde el cielo, lograron detenerlo de semejante crimen. Empecinado, lo acosaba cruelmente fingiendo justicia.
5. La cueva de los acuñadores de moneda. Cuando el muy prudente adolescente comprendió su situación, se fue huyendo al desierto de los montes aguardando el fin de la persecución. Pero, transformando la necesidad en deseo, se adentró cada vez más en el interior, haciendo algunas paradas. Así llegó a un monte rocoso, en cuya base había una gran cueva cerrada con una piedra. La corrió y, como los hombres tienen una natural curiosidad para conocer las cosas ocultas, la exploró con mucho interés, y vio que adentro había un amplio vestíbulo, abierto hacia el cielo, aunque cubierto por una vieja palmera con ramas entrecruzadas que se inclinaban señalando una fuente cristalina. Su torrente apenas salido de la vertiente, después de un breve recorrido, era absorbido nuevamente por la tierra que lo producía. Además de esto, había unas cuantas habitaciones, corroídas por la erosión de la montaña, en las cuales se hallaban yunques y martillos ya herrumbrados y gastados, que habían servido para acuñar moneda. Aquel lugar fue usado, según las historias de los egipcios, como taller para hacer moneda falsa en la época en que Antonio se unió con Cleopatra.
6. Dos proezas ascéticas. Pablo tomó cariño por ese lugar, como si le hubiese sido presentado por Dios mismo y allí pasó toda su vida en oración y soledad. El vestido y el alimento se lo suministraba la palmera. Y ¡que no se crea que esto es imposible! Tomo por testigos a Jesús y a sus santos ángeles: en esa parte del desierto que linda con la Siria y los Sarracenos, vi y todavía veo, a dos monjes: uno de los cuales, estando encerrado por espacio de treinta años, vivía exclusivamente de pan de cebada y de agua cenagosa, y el otro, metido en una vieja cisterna que los sirios en su lengua nativa llaman “guba”, se sustentaba cotidianamente con cinco dátiles. Estas cosas parecerán increíbles a los que no creyeren que todas las cosas son posibles para los que creen.
7. El hipocentauro guía. Pero volvamos a aquello de lo que nos apartamos. El bienaventurado Pablo ya llevaba ciento trece años de vida celestial en la tierra cuando Antonio, nonagenario (como él decía con gusto), viviendo en otro desierto, concibió en su mente la idea de que era el único monje perfectamente solitario que habitaba en el yermo. Pero una noche, mientras estaba descansando, le fue revelado que más adentro en el desierto, había otro, mucho más perfecto, al cual debía ir a visitar. Apenas amaneció, sustentando sus debilitados miembros con un báculo, el venerable anciano se puso en camino sin saber adónde. Ya era mediodía y un sol abrasador lo ahogaba, pero no desistía de su itinerario diciendo: “Confío en mi Dios que me prometió mostrar a aquel antiguo consiervo”. Apenas había dicho esto, vio pasar un hombre mitad caballo, al cual los poetas llaman “hipocentauros”. Al verlo se hizo la saludable señal de la cruz sobre la frente y luego le preguntó: “Eh tú: ¿dónde es que habita el siervo de Dios?”. Pero éste se puso a relinchar no sé qué cosas extrañas, balbuceando más que articulando, con la boca cubierta de erizados pelos, tratando de dar una respuesta cortés. Y, extendiendo su derecha, le mostró el camino buscado, y después emprendió la fuga por los vastos campos, tan ágil como un pájaro, y desapareció a la vista de sus ojos. Ahora bien, que esto haya sido ficción maliciosa del demonio para espantarlo, o si acaso el yermo -tan fecundo en animales monstruosos- haya engendrado también esta bestia, lo tenemos por incierto.
8. Un cristiano con pies de chivo. Admirado, pues, Antonio de lo que había visto, y revolviendo en su interior lo que había pasado, prosiguió su camino. Al poco rato vio en un valle rocoso a un hombrecillo pequeño, con la nariz chata y cuernos en la frente, y la última parte de su cuerpo terminaba en pies de cabra. Antonio, ante este espectáculo, como buen luchador tomó el escudo de la fe y la coraza de la esperanza. Sin embargo, el animal le ofreció, como en prenda de paz, unos dátiles para el sustento de su camino. Viendo esto, Antonio detuvo su marcha y, preguntándole quién era; recibió esta respuesta: “Yo soy un mortal, uno de los moradores del yermo que los paganos, engañados por sus muchos errores, honra con los nombres de sátiro, fauno y pesadilla. Soy un delegado de mi grupo. Te suplicamos que ruegues al Dios común de todos, el cual sabemos vino recientemente por la salud del mundo, y su palabra se difundió por toda la tierra”. Oyendo estas palabras, el viejo caminante regaba su rostro con lágrimas por la gran alegría que sentía en su corazón, y se holgaba grandemente por la gloria de Cristo y la caída de Satanás. También se admiraba de cómo había podido entender sus palabras. Entonces, golpeando con su báculo la tierra, dijo: “¡Ay de ti, Alejandría, que adoras a los monstruos en vez de a Dios! ¡Ay de ti, ciudad ramera, a la cual han concurrido todos los demonios del mundo! ¿Qué podrás decir ahora que las bestias alaban y confiesan a Cristo, mientras que tú en lugar de Dios honras a los monstruos?”. Apenas había dicho estas palabras, cuando aquel irrisorio animal huyó como llevado por alas. Y para que este fenómeno no provoque una incredulidad escrupulosa, recuerdo que en tiempos del emperador Constancio todo el mundo fue testigo de cómo trajeron a Alejandría a un hombre vivo de este tipo, del cual todo el pueblo quedó admirado. Después de muerto, inyectaron sal al cuerpo para que no se corrompiese con el calor del verano, y así lo llevaron a Antioquía para mostrarlo al Emperador.
9. Visita trabajosa. Pero voy a proseguir con mi historia. Antonio, avanzando por la región que recorría, vio solamente algunas huellas de fieras y el inmenso desierto que se extendía hasta lo lejos. No sabía qué hacer ni a qué parte dirigirse. De este modo, había pasado ya el segundo día. Sólo le quedaba como único consuelo el confiar que Cristo no lo abandonaría. La segunda noche oscura la pasó toda en oración. Y en las penumbras del amanecer vio de cerca, entre las sombras, una loba que corría jadeante de sed hacia las estribaciones de un monte. Y clavando en ella sus ojos vio allí cerca una cueva. Al irse la loba, Antonio se acercó y comenzó a mirar hacia adentro, más la oscuridad reinante no le permitió satisfacer su curiosidad. Pero, tal como dice la Santa Escritura: la caridad perfecta echa fuera el temor, por eso, nuestro solícito explorador, en puntas de pie y conteniendo la respiración, entró en la cueva. Avanzó paso a paso, deteniéndose a menudo, y oía con atención, por si lograba escuchar algún ruido. Finalmente vio de lejos una luz en medio del horror de la noche ciega y, mientras avanzaba cada vez más animado, tropezó con una piedra e hizo ruido. A este sonido el bienaventurado Pablo cerró su puerta y le puso una traba. Entonces Antonio se arrojó al umbral y estuvo allí hasta el mediodía y aún más, rogando y diciendo: “Bien sabes quién soy, de dónde vengo y a qué he venido. También yo sé que no merezco verte. Más, a pesar de esto, no me iré de aquí sin haberte visto. ¿Por qué, admitiendo las bestias, desechas al hombre? He buscado y he hallado; ahora llamo a la puerta para que me abran. Si no lo consigo, moriré aquí, delante de esta puerta: así al menos tendrás que enterrar mi cuerpo”. Decía estas cosas inmóvil y bien firme. A lo cual el héroe respondió con pocas palabras: “Nadie pide amenazando; nadie mezcla las lágrimas con las injurias. Y ¿todavía te asombras de que no reciba al que viene para morir?”. Diciendo estas cosas entre risas, Pablo abrió la puerta. Entonces los dos se abrazaron, saludándose por sus nombres y dieron juntos gracias al Señor.
10. El cuervo panadero. Después de haberse dado el beso santo, Pablo se sentó y comenzó a hablar con Antonio de esta manera: “Aquí ves, hermano, al que con tanto trabajo has buscado, con sus miembros consumidos por viejo y cubierto de canas desprolijas. Ves aquí al hombre que bien pronto será tierra. Mas como la caridad todo lo soporta, cuéntame, por favor, ¿en qué estado se halla el linaje de los hombres? ¿Se levantan nuevos edificios en las antiguas ciudades? ¿Qué régimen está ahora dominando el mundo? ¿Hay todavía gente arrastrada por el engaño de los demonios? Y mientras hablaban de estas cosas, de pronto vieron un cuervo que se había sentado sobre una rama del árbol; y deslizándose desde allí con suave vuelo, les dejó un pan entero ante sus miradas asombradas, y se fue. Entonces dijo Pablo: “Mira, Antonio, el Señor, nos ha enviado la cena, verdaderamente es piadoso y misericordioso. Hace sesenta años que me envía cada día medio pan; mas ahora, por haber venido tú, Cristo ha duplicado la ración a sus soldados”.
11. Una liturgia en el desierto. Habiendo, pues, celebrado la acción de gracias, se sentaron a la orilla de la fuente cristalina y empezaron una piadosa disputa sobre quién había de partir el pan, lo cual duró casi todo el día hasta la tarde. Pablo sostenía que esto era un deber de hospitalidad, y Antonio consideraba que era un derecho de ancianidad. Al fin concertaron que cada uno asiese el pan por su parte y de esta manera tirasen, llevándose cada uno lo que quedaba en su mano. Luego, agachándose de frente sobre la fuente, cada uno bebió un poco de agua, y ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza velaron toda la noche. Cuando el día ya retornaba sobre la tierra, Pablo habló a Antonio de esta manera: “Hace mucho tiempo, hermano, sabía que vivías en estas regiones, y Dios me había prometido que serías mi consiervo, y como ya se acerca el tiempo de mi dormición y siempre deseé irme para estar con Cristo, mi carrera ha concluido, y espero recibir la corona de justicia. Por eso, el Señor te ha enviado para que cubras mi cuerpo con tierra o para decir mejor, para que restituyas la tierra a la tierra.
12. El manto de Atanasio. Oyendo esto, Antonio le rogaba con lágrimas y gemidos que no lo desamparase, sino que lo llevase como compañero de ese viaje. Mas Pablo le respondió: “No debes, hermano, pensar sólo en tu provecho, sino en el provecho ajeno. Es cierto, te convendría dejar la carga de la carne y seguir al Cordero, pero los demás hermanos aún necesitan ser instruidos por tu ejemplo. Por eso te ruego, si no te resulta muy molesto, que me traigas aquella capa que te dio el obispo Atanasio, para envolver mi cuerpo”. Esto le pidió el bienaventurado Pablo, no porque le importase mucho que su cuerpo se pudriese cubierto o desnudo, habiéndolo tenido vestido por tanto tiempo sólo con hojas tejidas de palma, sino para que, apartándolo con este encargo, no tuviera la tristeza de verle morir. Admirado Antonio de oír lo de Atanasio y de su capa, miró a Pablo como si viera a Cristo en él y, venerando a Dios en su corazón, no osó replicarle cosa alguna sino, que derramando silenciosamente muchas lágrimas, le besó los ojos y las manos, y volvió a su monasterio (el cual fue ocupado más tarde por los Sarracenos). Sus pies ya no obedecían a su ánimo pero, aunque el cuerpo estaba extenuado por los ayunos y quebrantado por los muchos años, con su ánimo venció a su edad.
13. La humildad de Antonio. Finalmente, fatigado y sin aliento, llegó a su morada. Dos de sus discípulos, que desde hacía mucho solían servirle, le salieron al encuentro, preguntándole: “¿Padre dónde has estado todo este tiempo?” Él les contestó: “¡Ay de mi pecador, que injustamente tengo el nombre de monje! ¡He visto a Elías, he visto a Juan en el desierto, y de veras he visto a Pablo en el paraíso!” Y cerrando con estas palabras su boca y golpeando su pecho con la mano, sacó de su celdilla la sobredicha capa. En balde le rogaban sus discípulos que les declarase más explícitamente lo que había dicho. Sólo les contestó: Hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar.
14. Pablo sube al cielo. Dicho esto, salió afuera sin comer ni un solo bocado y volvió por el camino que lo había traído. Tenía sed de su amigo Pablo, anhelaba verlo, contemplarlo con sus ojos y su mente estaba arrobada en él. Temía lo que en realidad sucedió: que en su ausencia entregase su alma a Cristo, a quien se la debía. Cuando ya amanecía otro día y todavía le faltaban tres horas, vio subir a Pablo entre la multitud de los ángeles y entre los coros de los Profetas y Apóstoles, resplandeciendo con una blancura de nieve y, cayendo luego sobre su rostro, echaba arena sobre su cabeza y decía llorando amargamente: “¿Por qué Pablo me abandonas? ¿Por qué te vas sin despedirte? ¡Tarde te conocí, y te vas tan pronto!”.
15. La muerte lo encontró de rodillas. El bienaventurado Antonio contó más tarde que el resto del camino lo había andado tan ligero, que parecía volar como un pájaro y no sin razón: al entrar en la cueva vio al Santo hincado de rodillas, la frente alzada y las manos extendidas al cielo, exánime. Como en un primer momento le pareció que aún vivía y rezaba, se puso también él a orar. Mas después, al no percibir ningún suspiro como solía cuando rezaba, le besó con lágrimas y entendió que aun muerto el cuerpo del Santo con el gesto y su postura oraba a Dios, para quien todas las cosas viven.
16. Dos leones sepultureros. Antonio envolvió el cuerpo, lo sacó fuera de la cueva y cantó himnos y salmos, según la costumbre cristiana. Pero luego se entristeció al ver que no tenía azadón para cavar la tierra. Muchos pensamientos le pasaban por la mente y dando mil vueltas decía para sus adentros: “Si vuelvo al monasterio, hay cuatro días de camino; y si me quedo aquí, tampoco aprovecho nada. ¡Muera entonces, oh Cristo, junto a tu luchador, como es justo, dando mi último suspiro!”. Estaba pensando estas cosas cuando de pronto aparecieron dos leones, que surgieron a toda carrera desde lo más oculto del desierto, con sus melenas al viento. Al primer instante quedó horrorizado, mas enseguida, levantando su corazón a Dios, perdió todo miedo, como si viera palomas. Los leones vinieron derecho a donde yacía el cuerpo del bienaventurado anciano y allí se frenaron, y acariciándolo con sus colas, se echaron a sus pies rugiendo con intensos gemidos, de tal suerte que comprendía que lloraban de la manera que podían. Y luego, allí cerca, comenzaron a cavar la tierra con su garras, y sacando arena en cantidad, abrieron un hoyo capaz de alojar a un hombre. Al terminar, como pidiendo su galardón por el trabajo, moviendo las orejas y con la cabeza gacha, se fueron hacia Antonio y le lamían las manos y los pies. Por lo cual él entendió que le pedían la bendición. Y sin demora, alabando a Jesucristo por ver que aun los animales mudos le reconocían por Dios, dijo estas palabras: “Señor, sin cuyo consentimiento no cae ni una hoja de un árbol ni un pichón a tierra: ¡da a estos animales lo que veas que les conviene!” Y haciéndoles una señal con la mano les mandó que se fuesen. Habiéndose ido los leones, cargó sobre sus hombros seniles el peso del cuerpo del Santo y poniéndole en la tumba echó tierra encima y levantó un montículo como se acostumbra. Al otro día, el piadoso heredero para no perder nada de los bienes del que había muerto sin testamento, tomó para sí la túnica que Pablo mismo había tejido para su uso con hojas de palma a manera de un cesto, y con esta prenda retornó a su monasterio, y contó a sus discípulos, por orden, todo lo que había pasado. Y en las fiestas solemnes de Pascua y Pentecostés siempre vestía la túnica de Pablo.
III. Epílogo
17. Riqueza y pobreza. Ahora, al fin de mi pequeña narración quisiera preguntar a aquellos que no conocen siquiera todo el patrimonio que poseen, que revisten sus casas con mármoles preciosos y como con un hilo juntan los valores de sus estancias: ¿Qué cosa faltó jamás a este anciano desnudo? Ustedes beben en vasos hechos de piedras preciosas, él satisfizo su naturaleza con el hueco de sus manos. Ustedes entretejen oro en sus túnicas, él no tenía ni la ropa vilísima de cualquiera de sus esclavos. Mas ahora, por el contrario, está abierto el paraíso para aquel pobrecillo, mientras que a ustedes, cargados de oro, los tragará el infierno. Él, aunque desnudo, conservó limpia la vestidura de Cristo, y ustedes, vestidos de ropa de seda, la perdieron. Pablo, yace cubierto sólo con un vilísimo polvo para la resurrección, a ustedes los oprimen las fastuosas lápidas, y juntamente con sus riquezas arderán. Les suplico: ¡Tengan piedad de ustedes mismos! ¡Al menos por consideración de las riquezas que tanto aman! ¿Por qué visten a sus difuntos con brocado dorado? ¿Por qué no cesa la ambición aun entre las lágrimas del duelo? ¿Por ventura, no han de pudrirse los cuerpos de los ricos, sino envueltos en seda?
18. Oración. Te ruego, pues, hermano, quienquiera que leyeres esto, acuérdate de Jerónimo, pecador, el cual -si Dios le diere la opción- con mucha más voluntad elegiría la túnica de Pablo con sus méritos, que la púrpura de los reyes con su castigo.